Hablaba Einstein hace más de cien años de la relatividad del tiempo. De que no es lo mismo el rayo de una tormenta para el que lo ve desde un tren en marcha, que para el que lo ve desde tierra firme, siendo el mismo rayo. Teorizó y caviló sobre los campos gravitatorios, la velocidad de las partículas y lo que pasaba si se alteraban estas variables. Habló por primera vez de la dilatación del tiempo, de que éste es relativo y de la percepción distinta de los observadores.

Y estas conjeturas, estas posibilidades de la física, ponen nombre y apellidos a algo que ya sabemos, que vemos todos los días. ¿No es que el tiempo se detiene si lo miramos fijamente? Que no pasa cuando lo necesitamos. Que la arena no cae durante la parsimonia y se desmorona diligente en un segundo impetuoso.

¿Cuánto dura un beso? ¿Una decepción? ¿Cuánto pagaríamos por tener más tiempo, y cuánto por recuperar el tiempo perdido?

Todo va despacio cuando esperamos, cuando miramos ansiosos a nuestras ambiciones, aguantando en la antesala del acontecimiento. Pensar en el futuro y nada más que en el futuro es una condena a la perpetuidad, al infinito eterno que no se muere. A la quietud más insoportable que enloquece y perturba. Y termina convirtiendo lo esperado en un pasado odioso, vacío e inexistente.

Pensar en el pasado es la derrota ante uno mismo. El sometimiento prematuro y el adeudo por adelantado. Viviendo en el pretérito nos avejentamos, añejamos un alma que no va aprendiendo nada. Y cuando llegamos al ocaso, desechamos los recuerdos por insignificantes y baratos. Cuántas veces nos hemos perdido en las páginas escritas, que dejamos de escribir las nuevas. Que pasamos después las hojas en blanco y cerramos un libro, terminándolo inconcluso.

El tiempo no pasa cuando sufrimos, cuando nos rodeamos de la tortura y el martirio. En el suplicio de oír a los mentiroso, hablar a los ignorantes y ver a los vergonzosos. El tiempo se detiene si no lo aprovechamos y se va lento mientras nos mira con desprecio. Se aleja entre la niebla de la incertidumbre y la esperanza ingenua, y nos grita en la distancia que ya se fue y que ya es demasiado tarde.

Y sin embargo, todo va deprisa cuando lo disfrutamos. Cuando evitamos fervientemente que suene el timbre de la transición. Cuando vivimos el ahora más perfecto y memorable. El instante de una mirada cómplice, de una conversación absorbente, de un abrazo sentido. El todo que surgió de la nada y se disipó de repente, porque fue magnífico. El presente simple sin aditamentos, sin apéndices ni condiciones. Las buenas compañías y la belleza de los momentos complacientes.

El tiempo vuela cuando somos felices, cuando estamos satisfechos y nos regocijamos. Cuanto más queremos atesorarlo y apresarlo para que no se vaya, más rápido huye de nuestros brazos despidiéndose con una sonrisa. Y sin caer en las depresiones de la memoria que se detiene en los buenos recuerdos, se reconstruye más robusto y firme. Nos regala oportunidades y momentos. Y en su misma fugacidad, nos respeta y enaltece como una fruta bien madurada. Cuando reparamos en lo efímero de la vida, aprendemos a disfrutarla. A rechazar el veneno, despreciarlo y repudiarlo, y a bebernos los elixires y ambrosías de la subsistencia.

Acaso no es el tiempo lo más valioso que tenemos. Debería ser mandamiento escoger y distinguir a quién lo regalamos. A quién prestamos fragmentos de nuestra historia y con quién compartimos los segundos que nos quedan. No hay más dueño que uno mismo de sus horas y con ellas pagamos nuestro lapso en la Tierra. Con ellas compensamos el viaje de Caronte y sufragamos nuestras propias consecuencias.

Nunca es pronto y nunca es tarde. Todo es relativo. Todo es una percepción sensible y mutable. Una oscilación arbitraria y caprichosa entre el individuo y su propia sombra.

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