Nos dicen constantemente que busquemos nuestra felicidad sea cual sea el lugar en el que esté. Que esa búsqueda es la felicidad misma y que en el camino descubriremos nuestras pasiones y regocijos. Hoy hay tantas opciones para encontrarla, tantas alternativas, que abruma. Y aún así hay quien no la descubre nunca. Pero son tan desdichados esos, tan huecos y vacíos como los que la tienen en la mano y no la entienden, no la aprecian. Los que no la dosifican, los que la experimentan por costumbre y casi la desprecian por tal exceso. Los que terminan perdiendo la capacidad de asombro.

El discurso recurrente en mi adolescencia era que hay un tiempo para todo. Un ahora efímero que hay que vivir ahora porque después no vuelve. Un carpe diem moderado que nos enseña que cada cosa, cada experiencia, tiene un momento y llega cuando tiene que llegar. Que no se pueden apresurar las cosas, que no se pueden anticipar ni acelerar sin motivos. Que si no se viven cuando llegan naturalmente ya no es lo mismo. Y como un tren que pasa puntual por la estación a las doce, es a las doce cuando debemos esperarlo.

Pero qué difícil entender esta teoría a los quince cuando la práctica llega casi a los treinta. Entonces el tiempo se mide y se saborea distinto. Se disfruta diferente, se percibe mejor.

Lo que nunca nos enseñan es la mesura. El ni tanto ni tan poco. El equilibrio y el balance de las emociones. Qué pasa cuando lo disfrutas todo temprano, cuando en tu lista de quehaceres vitales, de experiencias existenciales significativas ya no quedan casillas en blanco. Qué pasa cuando crees que has tocado techo, que te has extralimitado y nada más puede hacerte feliz. Hay quienes tienen la posibilidad de hacer cualquier cosa, en el momento que quieran, de la manera que quieran casi con un chasquido de dedos. Pero dónde quedan las primeras veces. Dónde quedan las sorpresas. Ahogadas en un mar lleno de abundancias y demasías que sepultan la capacidad de asombro.

Qué bonito es recibir detalles menores pero con alto significado. Símbolos que los engrandecen y los encumbran en la memoria. De esos que sorprenden y marcan días en el calendario. Qué bonita es la simplicidad de lo único e irrepetible, que no pierde su esencia ni su nombre porque ya no hay más y porque nunca más lo habrá. Porque la vida se rige como los principios económicos, es elástica como la ley de la oferta y la demanda. Y cuando hay tanto ya no importa nada. Pero cuando hay uno, ese uno lo es todo.

Igual que el tiempo es relativo también lo son las sorpresas. La ilusión de recibir un regalo cuyo valor no se expresa en cuantías, sino en recuerdos. Un libro infantil con nombre propio pesa más que una casa. Un viejo reloj por pulir y abrillantar pesa más que un mundo entero. Y el asombro por los nuevos detalles y las experiencias únicas no tiene precio.

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