Entre el bosque espeso y rebosante de maleza, las angostas pendientes de raíces enterradas y los caminos de piedras y tierra seca, Chapultepec esconde una vieja leyenda conocida como la casa de la Tía Toña.

Este parque natural enorme que gobierna la Ciudad de México es un paraíso verde, esplendoroso y lleno de vida. Un vergel magnífico que, al adentrarse en ciertas zonas, parece recoger más sombras que luces. En sus rincones más ocultos guarda historias y secretos, misterios que no quieren ser resueltos, realidades disfrazadas que no se dejan ver. Allí, el verde se hace negro y la claridad del sol ya no tiene permiso para entrar.

Es en la que llaman su tercera sección donde una casa exuberante fue construida. Un lugar terrorífico al que solo algunos valientes se atreven a acercarse. Un espacio lúgubre y frío, que inspira de todo menos tranquilidad.

La casa de la Tía Toña

Cuenta la leyenda que allí sucedió un crimen atroz. Un asesinato desatado por la ira, la soledad y la falta de control.

Vivía entonces una señora anciana llamada Antonia, viuda de un comerciante exitoso que acumuló una gran fortuna. La muerte de su esposo la dejó abatida y destrozada, condenada a vivir en solitario por el resto de sus días. La inmensidad de la casa, los espacios vacíos y el silencio estremecedor corroían su cabeza. Se cernían imponentes sobre ella y la torturaban incesantes sin piedad.

El hartazgo ignominioso la llevó a la desesperación más profunda y decidió, como último recurso, acoger a varios niños desamparados para dar luz a su mansión.

Este gesto llegó a honrarla ante aquellos que la conocían y pronto se ganó el cariño de los niños, que terminaron llamándola Tía Toña.

Las cosas transcurrían con normalidad. La vida de la señora había cambiado y todo estaba recobrando la luz que tanto necesitaba. Pero con el paso de los meses, los niños fueron perdiendo las formas.

Parecía que se habían acomodado, que sentían la confianza de perder la cortesía y de hacer y deshacer sin miramientos. Empezaron a hurgar por la casa, buscando qué mover y qué llevarse. Y a medida que aumentaba su desprecio por Antonia, se amainaba la paciencia de la señora.

Fue una noche cualquiera cuando Tía Toña se despertó entre unos ruidos y susurros sospechosos. Habiendo perdido ya todo rastro de sosiego y mansedumbre, encontró a los muchachos robándole posesiones y dinero. Y sin dejar tiempo a que pudieran excusarse, tomó lo que tuvo a mano y se abalanzó sobre ellos. Los golpeó en una explosión de cólera y rabia, sin mostrar clemencia ni compasión, dejándose llevar solo por el ensañamiento y por la inquina. Todos los niños perdieron la vida.

Y como si fuera una suerte de resorte, la señora tomó consciencia. Observó lo que había hecho y el poco alivio que había supuesto su nueva forma de vida se esfumó para siempre. Le invadió la pena más profunda, la angustia más amarga y la culpa más pesada. Se encerró en su habitación y jamás volvió a salir. Se suicidó aquella misma noche, que culminó al amanecer entre el silencio de la muerte y el vacío de la mansión.

Muchos describen el ambiente de la zona como un aire cargante, incómodo e insoportable. Algunos que han ido a la casa de la Tía Toña afirman escuchar risas de niños jugando, lamentos, gritos y otros ruidos extraños. Hay otros observadores que han visto a una mujer en la ventana, objetos caerse y sombras deambulando.

El oscuro recuerdo de una historia cruel. Una leyenda transmitida por generaciones que permanecerá guardada por siempre en la casa de la Tía Toña.

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