Has de tener cuidado en los caminos y encrucijadas. De portar alguna cruz contigo o pintar un círculo en el suelo para protegerte si entras en él. Lo que sea que puedas hacer para no ser reclamado por la Santa Compaña.

Iban dos amigos caminando por el bosque. El día era claro y tranquilo, como cualquier otro. Las hojas caducas de los robles y los castaños pintaban el suelo de tierra con su ocre y rojo anaranjado. La luz del sol se colaba cohibida entre los troncos y anunciaba un pronto atardecer de otoño.

Todo marchaba con calma, y los dos hombres que caminaban no perdían su camino siendo altos expertos en el boscaje espeso. Hablaban entre sí contándose anécdotas de la vida. Recuerdos de otros tiempos y secretos de la juventud. Andaban juntos, a la par, sin adelantarse uno frente al otro, entre los árboles y la maleza que complementaba el paisaje.

De pronto, interrumpiendo la trivialidad de sus conversaciones, el primero de los amigos se sorprendió extrañado del comportamiento de su compañero. Detuvo sus pasos y se quedó observando lo que hacía, sin poder comprender absolutamente nada.

Se conocían de años atrás, les unía una hermandad casi de sangre, pero aún así, era incapaz de reconocer la conducta extravagante e inusual que repentinamente mostraba aquel hombre.

Sin razón aparente, caminaba torpe y braceando. Parecía tropezarse con la nada, abandonando el camino y desviándose toscamente para luego regresar a él y volver a perderse. Fijaba sus ojos espantados en objetos invisibles que parecían molestarlo y atizarlo, zarandeándolo de un lado a otro. Y después de unos segundos de surrealismo inexplicable, todo volvió a la normalidad.

Casi quitándole la importancia al suceso tan raro, el que estaba quieto y mirando la singular escena, explotó en carcajadas. Decidió preguntarle a su amigo qué es lo que había pasado, a qué se debía semejante comportamiento extraño. Y la respuesta no puedo ser más perturbadora.

¿Es que no viste que pasó un entierro? Solo estaba apartándome para dejarlos pasar por este camino.

Entonces, el hombre fue consciente de la situación. Durante los breves segundos en los que su compañero estaba actuando de aquella forma, veía las hojas del suelo revolotear y moverse. Como si se hubiera levantado el viento, un aire realmente imperceptible, y hubiese atravesado la zona.

El segundo, aquella tranquila tarde de otoño, había visto a la Santa Compaña.

Una comitiva de almas del purgatorio que transitan en peregrinación por encrucijadas y caminos. Que sostienen velas prendidas y, a veces, un ataúd. Y con sus pies descalzos caminan despacio, con un ritmo fúnebre y siniestro.

Van liderados normalmente por un vivo, un condenado que debe dirigirlos cada noche hasta cumplir su funesto destino. Que poco a poco es consumido por la pena que le fue impuesta y que ha de portar una cruz y un caldero de agua bendita, en símbolo del castigo.

La Santa Compaña

A veces, los testigos no pueden verlos. Solo huelen la cera quemándose de las velas portadas, y ven el aire removido por los pasos lentos e incesantes. Si se ven, suelen caminar formando hileras, ataviados con túnicas negras y largas, como si fueran sudarios de otros tiempos.

Si te cruzas con la Santa Compaña, huye si puedes. Y si no, súbete a las escaleras de los cruceros en los caminos, pinta un círculo de tiza en el suelo y métete en él. Porta una cruz sujetándola con fuerza o reza lo que sepas.

De lo contrario, quizá el líder de la procesión fantasmagórica te ceda su cruz y te obligue a cumplir su condena. Termines uniéndote a las ánimas y pierdas toda paz y descanso.

La Santa Compaña, para muchos, es un presagio de muerte. Para otros, el reproche por un error cometido o el reclamo de un alma atormentada. Sea lo que sea, has de tener cuidado en los caminos y encrucijadas.

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