La muerte es tan cierta y segura como la vida misma. Pero pocas cosas tocan los dos extremos del entendimiento como este final del que somos tan conscientes y, a la vez, tan ignorantes. Del que no podemos entender su motivo, no podemos imaginar su significado y mucho menos vislumbrar su patio trasero, donde espera la acabadora. Filósofos de cualquier edad han tratado de desgajar sus laberintos misteriosos. Poetas han descrito sus entretelas, sus secretos más profundos, que no son más que simples habladurías del que trasciende a su final o del que más le teme. Habladurías ornamentadas con las bondades de las artes, pero habladurías al fin y al cabo. La muerte y nuestro talento para comprenderla son una paradoja de la existencia. Solo podremos deshacer sus nudos en el momento en que la toquemos con las manos, cuando nuestra consciencia se haya desvanecido y solo fluya en otros planos y otras realidades. Cuando sepamos a qué sabe, ya estaremos bebiendo de otros vasos. Cuando sepamos cómo suena, habremos escuchado el réquiem de nuestra propia historia.

Y en este mar de incertidumbre y pesadas cavilaciones, entramos al debate de la muerte digna, decente y honorable, del final feliz. De cómo fuimos puliendo los derechos de la vida en carne y cómo nos habremos de cruzar a ese otro lado. Sin llegar aún a negociar con Caronte, existía en algunas villas de Cerdeña una figura como cualquier vivo, pero más cerca que nadie de las virtudes del tránsito. Una hacedora del final, una que interrumpe el infortunio y lo acaba. Una acabadora.

Una mujer que vestía en colores oscuros, que interpretaba bajo el juicio de los que sufren al moribundo, y que ejecutaba sus peticiones con discreción, delicadeza y determinación. Un ángel de la buena muerte que en silencio y sin tribulaciones visitaba a los enfermos agonizantes, regalándoles el pasaje hacia el descanso, la tregua y la quietud más pacífica.

La acabadora

Los quehaceres de la acabadora

Cuán difícil es entender estos asuntos, estos menesteres, estos deberes y derechos sobre la vida y la muerte. Cuánto nos cuesta discernir entre las decisiones individuales y las doctrinas de fe, las leyes y lo razonable.

Por los remotos años cincuenta, que cada vez nos ven desde más lejos, los trances de la vida sucedían en las casas. Los nacimientos, la enfermedad, las conquistas y las derrotas. El transcurso de una vida entre cuatro paredes, sin hospicios, sin traslados y sin ajenas atenciones. Era entonces cuando los entornos más cercanos acudían a este ángel, pagaban por su fría indiferencia y su quehacer tan implacable. Llamaban a la acabadora.

La conversación incómoda habla del aspecto de esta anciana enlutada. De cómo atravesaba las campiñas sardas y llegaba a los pueblos más recónditos de la isla italiana. De su consuelo al moribundo, del yugo donde lo recostaba y de su última mirada mitigante. Del gesto acabador, de la intimidad más intrínseca y personal y del respiro hondo y concluyente.

Y en esta tradición de lo prohibido y supersticioso, caben todas las miradas y los juicios. Entran las discusiones y las controversias. Las mesas redondas que no pueden llegar a la esencia. Al porqué de estos asuntos antiguos, de estas ceremonias sacras y adoctrinadas. Ni comprendemos estas leyendas, las costumbres de otros tiempos y otras gentes, ni podemos pretender hacerlo. La acabadora es tan real como los mitos, como las verdades de los pueblos más cerrados. Como las historias de fantasmas del pasado, del costumbrismo renacentista y de las pinturas barrocas.

La acabadora de Cerdeña es la interpretación de un futuro tan cierto como incierto. Tan lejano como próximo. Tan final como principio.

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