Hay un sentimiento de nostalgia que todos conocemos. Una sensación de largas distancias, de echar de menos. Un algo que nos llevamos en la maleta cuando nos vamos y que se queda con nosotros toda la vida hasta que volvemos. Todos nos ponemos melancólicos cuando estamos lejos, nos quedamos mirando a algún punto fijo de la nada e inundamos nuestro consciente de recuerdos y momentos. Miramos el reloj con odio por permitir el paso del tiempo. Y de vez en cuando nos preguntamos qué cosa nos llevó a lugares tan remotos, qué vida es esta que nos mueve tan de repente y casi sin dar aviso. La morriña es todo eso. Y más que un sentimiento de tristeza o pesadumbre, es un signo de identidad para nosotros, los gallegos.

Parece que forma parte de un ADN entrelazado finamente con tropecientos tipos de lluvia, hojas de carballo y cuentos de meigas. Todos los que crecimos entre el Miño y Rosalía, entre el Atlántico y el Cantábrico, entre las empanadas de la abuela y los conjuros de La Queimada de un 24 de junio. Todos, sabemos disfrutar de la morriña.

Decía una canción hace tiempo que hay un gallego en la Luna, y razón no le faltaba. Estamos por todas partes, somos como una plaga de valor y autosuficiencia que nos esparcimos por el mundo enseñando las palabras más bonitas de nuestro idioma y la manera en que le ponemos pimentón dulce a casi todo. Desde los tiempos más ancestrales hemos cruzado fronteras. Hemos sido emigrantes y ahora somos hijos de la globalización. Y como si fuéramos un Armstrong de los sesenta pisando el satélite, llegamos a cualquier lugar con nuestra bandera, nuestro saber y nuestro sentir.

Viajar

Hemos acuñado nuestro propio término para echar de menos. Una palabra que tenemos grabada a fuego más que en la piel, en el alma. Soltamos un suspiro mientras nos vamos y cuando los ojos empiezan a humedecerse, nos hacemos más fuertes. La morriña nos hace más fuertes.

Nos damos cuenta de que la vida es un viaje de idas y venidas incomparables, irrefrenables. Una sucesión de aviones y trenes que nos dirigen como las venas llevan la sangre por nuestro cuerpo. Y el detenernos nos deteriora. Nos aísla de nuestra propia naturaleza de exploradores.

La morriña nos da motivos para irnos porque no hay nada más bonito que tener algo que echar de menos. Y cuanto más lejos estamos, más sentimos esa pertenencia.

Nunca estamos solos porque siempre tenemos ese lado tan nuestro. Siempre llevamos esa capa invisible blanca y azul que nos recuerda de dónde venimos y quiénes somos. A quién tenemos y dónde estamos.

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