Ultimamente que las cosas de la vida nos han llevado a todos a priorizar lo que hacemos y lo que somos, me ha hecho darme cuenta de la verdadera naturaleza de nuestro ser y nuestra especie.

Hoy tenemos muy claro cuáles son nuestras necesidades, esas que llamamos básicas o imprescindibles para nuestra propia subsistencia. De hecho esto sería un gran debate, larguísimo, sobre qué es lo que realmente requerimos para vivir. En ese caso la cuestión sería separar el «vivir» del «vivir bien». Qué difícil dilucidar un concepto y desgajarlo, cuando está sujeto a la experiencia misma, a las idiosincrasias, a las culturas y a las capacidades y posibilidades. Pero no es en esa habitación en la que estamos entrando.

Me refiero más bien a la delgada línea que trazamos entre lo básico y lo extra. Lo que necesitamos y lo que disfrutamos. Al deleite como esencia de nuestra felicidad y regocijo. Y esas cosas que disfrutamos tanto, que nos hacen sentirnos vivos de repente aunque la vida misma no dependa de ello, son las que convertimos en una necesidad. ¿No somos todos un poco hedonistas? Y qué fantástico el hedonismo, ¡menos mal! Que levante la mano el que pueda sobrevivir sin esos pequeños detalles.

Y no estoy hablando de gustos caros, de experiencias millonarias o de compras materiales. Es un deleite del alma. Pero un deleite que va más allá de lo que intrínsecamente, biológicamente, necesitamos. Buenas conversaciones a la orilla del mar. Una película de miedo con un bol de palomitas calientes. Los nervios en el aeropuerto antes de un emotivo reencuentro. Una cena deliciosa con el amor de tu vida. El olor a árboles o a jardín recién cortado. Una siesta en la playa después de nadar entre las olas.

Nuestro mundo gira en torno a lo que nos apetece hacer, lo que nos apetece ser. No nos basta con leer para cultivarnos, sino que nos gusta deleitarnos con un buen libro, un texto que nos suscite algo más profundo. No es suficiente con alimentarnos y nutrirnos de los elementos que nuestro cuerpo somatiza para sostener su propia existencia, nos gusta comer exquisitamente embelesando el paladar con lo que consideremos la delicia, como si fuera el comer la gran ceremonia del día, el ritual sagrado de nuestra ingesta energética.

Se me acabaría la tinta si describo más ejemplos. Y es que gastamos la mitad del día pensando cómo entretenernos en la otra mitad. Fuera de las obligaciones de cada uno, no nos basta con vivir sin más. Tenemos que vivir las cosas, vivirnos a nosotros mismos. Entretenernos. Porque si no, nos consumiría el sopor de la nada. El aburrimiento insoportable de una pared blanca sin esquinas. El tiempo vacío que no pasa hasta que llega la siguiente tarea prediseñada.

Últimamente que las cosas de la vida nos han llevado a todos a desprendernos un poco de esos entretenimientos extra, de eso que no es tan necesario, me he dado cuenta de lo necesario que en realidad es. No somos una especie de cumplimientos básicos, de mecánicas conformistas o de cadenas de montaje con inicio y fin estipulados. Somos líneas que divagan en una hoja en blanco, cambiando de dirección, cambiando de color y saltando a otra hoja porque sí y porque no. Sin ninguna razón aparente y por todas las razones a la vez.

Eso que estamos separando porque no es agua ni oxígeno, termina siendo tan necesario como los elementos. Nos volveríamos locos sin ello. Peor aún, nos volveríamos grises e inertes, seres que simplemente están, pero que no son.

Y dime tú, que estás leyendo, si estas líneas te entretienen. Si sacian tu ocio cada vez más ambicioso. Porque es tan cierto lo que digo, que cada vez somos más difíciles de contentar. Nos hemos acostumbrado tanto al deleite que hasta lo estamos olvidando. Lo hemos hecho tan necesario que hasta nos cuesta reconocerlo.

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