Cuál es la edad adecuada para hacer un análisis de vida. Para echar cuentas de batallas y sucesos en una balanza imaginaria más o menos estable, según se mire. El estereotipo es la década, lo que algunos llaman cambiar de piso o pasar al siguiente nivel. En ese caso, hablaríamos del tercero, los treinta.

¿Qué examen puede hacerse en este punto? Los libros leídos, las películas vistas. ¿Contactos en Facebook? Partidas de cartas, fotos sacadas. La banalidad nos inunda y nos frivoliza. Nos exaspera y nos enfurece, nos llena de ira y de frustraciones. Hasta que hacemos conciencia de lo que ha sido nuestra vida. Lo que es. Lo que podrá ser si queremos y lo que será si así lo hacemos.

Podemos contar los países conocidos o los que faltan por conocer. Los días reídos contra días llorados y el porqué. Las cenas bien servidas y los desayunos bien acompañados. Los abrazos merecidos y los besos bien dados. Los domingos en familia y los despertares en pareja. Las tardes de ejercicio y disfrutar de trabajar.

Si hiciéramos un diario de nuestra existencia y lo efímera que se vuelve solo quedarían los buenos momentos. Pero cuáles son los buenos, si de los malos más se aprende. Treinta años de vicisitudes fantásticas, de errores maravillosos y disparates donde hagan falta.

Conocer a buenas personas y atesorarlas pese al tiempo. Vivir el deporte sano y aprender a saborear la victoria y la derrota con fuerza y honor. Salir del nido pronto y hacerse al mundo cambiante y severo. Buscarse uno la vida. Encontrarla y después vivirla. Volar millas de incertidumbre y de direcciones casi azarosas. Volverse ave emigrante que desafía las rutas comunes lanzándose a la aventura. Hacerse veterano, mundólogo y maestro de las piedras tropezadas y también las esquivadas.

Usar el corazón, las manos, la razón y la ciencia sin perder el norte de vista. Sin perderse uno en la cima y sin tenerse en falsas estimas. Bajar a los infiernos cuando así te lo imponen las cosas, aprendiendo el camino de vuelta para subir con más resistencia. Para observar con ojos más grandes y arbitrar sabiendo más.

Conocer el amor verdadero, el que porta tu alma en otro cuerpo.

Tomar las arrugas como lecciones y las canas como enseñanzas. Hacerse más selectivo y riguroso. Más determinante y menos complaciente. Quererse a uno mismo y respetarse. Atreverse a despreciar lo venenoso, a subrayar los «noes» y a tomar decisiones.

Valuar el tiempo y las anécdotas con la tasación más alta. Hacerse rico en experiencias, millonario en aventuras y encontrar al merecedor digno de compartirlas.

Mi balance final se describe en estas líneas. Se dibuja entre los huecos vacíos de lo bueno y de lo malo. Lo incluye todo sin desperdicios y de todo saca provecho. Y si los treinta tuvieran un nombre sería satisfacción, el regocijo de tener historias que contar y muchas más por vivir.

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