Lo que voy a contar a continuación es una historia real.

El antecedente

Todo empezó en 1986 cuando tenía 3 años. Asistía al kinder como cualquier otro niño de mi edad, en la misma escuela donde estudiaba mi hermana mayor. Un día cometí una travesura o hice algún comentario fuera de lugar y saqué de quicio a mi entonces maestra. Yo esperaba algún castigo, como era normal en otras ocasiones, pero no fue así. En lugar de optar por la típica represalia, ella decidió encerrarme por una hora dentro de un cuarto oscuro.

Al principio no sabía qué pensar, era muy joven para entender la gravedad del asunto, pero aún hoy puedo recordarlo todo. Aquel era un colegio de monjas roído por los años, que almacenaba todo tipo de objetos antiguos, llenos de polvo e historias del pasado. Junto a mí en aquel cuarto, solo había escobas, libros viejos, maquinaria y demasiada oscuridad. Absorbido por una especie de ambiente frío y extraño al que yo no pertenecía, no hice otra cosa más que llorar. Tenía demasiado miedo y solo pensaba en lo que pudiera encontrarse conmigo en aquel lugar. Después de una hora, la maestra me dejó salir con la amenaza de no contarle nada a nadie, lo cual por obvias razones seguí al pie de la letra.

Me gustaría poder decir que esa fue la única vez que ocurrió todo, pero no fue así. Al parecer, ella tomó esto como algo de rutina hasta hacerlo prácticamente a diario, durante 3 meses. Con el paso del tiempo, mi miedo se transformó en pánico y sentía una tremenda frustración al no entender por qué merecía semejante trato. Era solo un niño de tres años. Lo que pasaba por mi cabeza en aquellos momentos era tan indescifrable entonces como lo es hoy.

Uno día coincidí con el horario de descanso de mi hermana y las cosas de la vida hicieron que ella viera por primera vez cómo me arrastraban hacia el maldito cuarto. Yo aún no lo sabía, pero aquello fue mi salvación. Ella esperó a que se fuera la maestra y cuando me quedé solo, me habló desde el otro lado de la puerta, consolándome e intentando sacarme de allí. Yo, ensimismado en una desesperación extrema y consumido por el terror más absoluto, rompí el picaporte de la puerta tratando de abrirla para poder escapar. Esto no hizo más que alargar mi agonía, porque la gente de mantenimiento tuvo que hacer no sé qué cosas para sacarme del cuarto. Después de todo, aquella fue la última vez encerrado, pero en este asunto es solo el principio.

Esta serie de sucesos tuvo varias repercusiones en mi vida. Hoy reflexiono sobre ello y la imagen que mejor describe los desencadenantes de aquella historia es un alma engrilletada, presa de algún tipo de oscuridad perpetua que me acompañaría por los siguientes 15 años.

Durante casi toda mi infancia y parte de la adolescencia tuve innumerables experiencias extrañas, paranormales, parapsicológicas, como quieran llamarle. Eran tan habituales que llegaron a formar parte de mí y de mi costumbre. Lo único que identifico, entre todas las cosas que vi y sentí, es que algo quería llevarme e intentó hacerlo durante mucho tiempo. En algún momento visité varios «expertos» y la única explicación que me daban era que había desarrollado una ultra sensibilidad, probablemente fruto de los encierros y el estrés generado en ellos.

La carta de despedida

Era 1998, tenía 15 años y estaba preparándome para una de las noches más raras de toda mi vida. Después de años de todo tipo de experiencias, había llegado a un momento de cansancio y hartazgo enormes. Ahora me cuesta bastante admitirlo, pero en aquel momento me había rendido.

Las dos últimas noches habían sido insoportables. De alguna manera vi que la tercera sería…, la última. Tenía la sensación de que aquello que durante todos esos años quiso llevarme consigo estaba cerca de conseguirlo, estaba empleando sus últimos recursos para hacerlo. Esa sensación tan trágica y que ahora me parece absolutamente desgarradora, me llevó a escribir una carta de despedida para mi familia.

Necesitaba contarles mi versión, explicar lo que me estaba pasando. No podía dejar nada inconcluso y, como no tenía ni idea de lo que pudiera pasar esa noche, quise amarrar las cosas todo lo posible. Así, se encontrasen lo que se encontrasen, tendrían al menos una explicación.

Las dos primeras noches

Había pasado un par de noches muy particulares, recibiendo la visita de un ser oscuro que intentaba comunicarse conmigo y establecer algún tipo de vínculo.

La primera noche tenía la televisión encendida y estaba acostado en la cama, viendo un programa trivial al que no prestaba demasiada atención. De pronto, vi algo con el rabillo del ojo a mi izquierda. Giré la mirada y lo vi. Era una figura enorme, imponente, envuelto en una especie de túnica negra muy oscura, que lo cubría hasta los pies y se tendía más a lo largo del suelo. Estaba observándome con una quietud espeluznante, en silencio, pero no había nada en su rostro. Donde debería haber una cara, había un hueco negro. Aún así, sentía sobre mí su mirada intensa, como si estuviera hundiendo su presencia en mi persona con una vehemencia que no puedo describir.

Yo, inmovilizado de pies a cabeza en medio de una parálisis del sueño, sentía el corazón querer salirse de mi pecho. Mi mente estaba en absoluto vacío, sin dar órdenes, sin dar respuesta. Y en menos de lo que dura un parpadeo, desapareció.

Me quedé aterrado y confundido a la vez. Nunca antes había visto algo así. Ni siquiera todas las experiencias pasadas me habían preparado para esto y solo esperé a que mi cuerpo se cansara. Me daba miedo cerrar los ojos por si aquello volvía, pero al final me dormí.

Miedo y terror

La segunda noche fue algo distinta. Estaba agotado por no haber dormido prácticamente nada, así que decidí acostarme temprano. Después de casi dos horas dormido, me despertó un ruido de pasos dentro de mi habitación. Abrí los ojos y vi en el reloj de mi mesa que eran poco más de las 12 de la noche. Otra vez, no podía moverme.

La parálisis del sueño era algo que me pasaba habitualmente, pero siempre dejaba de sentirla en cuestión de segundos. Esta vez no fue así.

Escuché cómo se iban acercando los pasos y de nuevo apareció el ser de túnica negra. Esta vez no se quedó mirando. Se acercó a mí, se inclinó y me agarró de los brazos, presionando mis manos contra el colchón de la cama. Acercó su cara inerte a mi oído y empezó a susurrar algo con voz profunda y temible, en un idioma absolutamente desconocido para mí.

Yo no podía hacer nada. Estaba atrapado, sin poder moverme, sin poder huir de esa situación tan inverosímil. Lo único que tenía era miedo, pavor, y la necesidad de salir de ahí. Nunca fui religioso, así que ni siquiera consideré rezar pidiendo ayuda. Todo lo que hice fue resistirme, física y psicológicamente, forcejear de alguna forma hasta que por fin, la presencia volvió a desaparecer.

Conseguí liberarme y me quede sabiendo que eso no sería todo, que era solo un aviso, un preámbulo del acto final. Que probablemente se desarrollaría la tercera noche.

La tercera y última noche

Recuerdo que eran las dos y media de la madrugada. Había dejado la carta escrita sobre la mesa y quise entretenerme de nuevo viendo la tele, tratando de no dormir.

Después de un rato, sucumbí. Lo que sabía que iba a llegar, llegó, pero esta vez más abruptamente. Como las noches pasadas, estaba paralizado sobre la cama, la televisión seguía encendida de fondo y de pronto empecé a sentir un dolor fuerte en el pecho, un dolor físico, casi insoportable. Definitivamente no estaba preparado para lo que fuera a suceder en ese momento, sentí como si algo intentase arrancarme el corazón. Estaba sudando, con las pulsaciones altísimas y muy nervioso. De repente, no sé cómo, estaba de pie en la esquina del cuarto. Como en un viaje astral, mi cuerpo seguía sobre la cama, pero yo, o mi alma, estaba de pie.

A mi lado estaba de nuevo el ser de túnica negra, me agarró el hombro con una mano y con la otra me mostró una bola de cristal con una especie de galaxia en su interior. Me gritaba desesperado, con esa voz áspera y ronca, intentando decirme algo sobre lo que había en esa bola extraña. Yo no entendía nada, ni quería entenderlo. Me concentré en ignorarlo todo lo posible, tratando de despertar mi cuerpo y regresar a él.

Me decía a mí mismo que me resistiera, que no me dejara llevar. Esa no era la forma en que quería irme. Desde luego interpreté todo aquello como lo que podría ser mi final. Mi partida, quién sabe a dónde.

En un momento de tremenda angustia, conseguí despertar. Sentí como si pudiera respirar después de un tiempo ahogándome, como si volviera en mí mismo. No pude evitar deshacerme en lágrimas y salí corriendo de la habitación. Días después, rompí la carta y nunca hablé con nadie del tema hasta muchos años más tarde.

Esa fue la última vez que tuve contacto con ese ser. Nunca llegué a saber qué quería de mí, qué intentaba decirme. Aunque todas las experiencias eran para mí algo absolutamente aterrador, nunca me hizo daño como tal, creo que su intención era llevarme con él. Pero eso era algo que yo no podía permitir. Yo pertenezco a este mundo.

Con el tiempo, mis experiencias nocturnas fueron mermando hasta desaparecer. Sin duda, esta será la más memorable de todas ellas.

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