Todos tenemos uno de esos días marcados en el calendario, esos que destacamos en un color llamativo para no olvidarlo. El día de la burocracia. Cómo un trámite de papeleo, unas cuantas firmas e intercambios de datos pueden ponernos el corazón en el puño. Nos invade la angustia y la ansiedad más profundas, interrumpiendo nuestra tranquilidad rutinaria como si de ello dependiera nuestra vida. Porque sí lo hace, sí depende.

Y qué bien, porque no está el mundo para vivir fuera de él y de sus costumbres estandarizadas. Pero qué bochorno, qué pesadumbre entra justo las horas antes del día de la burocracia.

Los primeros rayos del sol van asomando entre las cortinas y antes de que las alarmas suenen, tu cuerpo ya se está alistando, preparándose para ir a la guerra. Tu reloj biológico, esto ya lo sabes, puede detectar las obligaciones. Toda noche anterior al trámite, al dichoso trámite, nunca será una noche completa. Cuanto antes asumamos esto, mejor nos irá.

Esas horas previas arreglaste todo para odisea, desde la ropa, los documentos, los porsiacasos y hasta la actitud. Pero no, nunca tendrás la actitud dispuesta para la burocracia. Esa tarea solo es digna de los dioses. Y por mucha sonrisa que lleves cuando empiezas tu aventura, los sucesos te irán tornando la expresión hasta deformarla en tu propia caricatura.

El día avanza. Y lo hace sin esperarte, así que no pierdas tiempo y continúa con tus deberes. Después de un abyecto trayecto asquerosamente imperfecto, en el que revisaste tus bártulos tres veces cada cuatro minutos, llegas. Te plantas ante el edificio infernal y tomas aire a sabiendas de lo que allí te espera. La burocracia.

Atraviesas la puerta y la mínima sensación de paz que algún día sentiste en tu vida se va para siempre, o al menos por unas horas. De pronto te asedia el aire acondicionado, las colas interminables y los relojes ralentizados a perpetuidad. Miras a tu alrededor y solo ves almas en pena, otros desdichados con tu misma suerte, derrotados bajo el yugo del papel sellado y archivado.

Toca esperar el primer turno, el primer círculo de Dante, que por muy exasperante que llegue a ser, será siempre el menos malo. Allí aguantas unas horas, regalas tiempo de tu vida esperando que quien lo tome lo aprecie y dejas ir tus pensamientos en cosas bonitas que mantengan tu actitud, esa que sabes que pronto se irá sin contemplaciones. Abandonándote a la deriva, a quién sabe dónde.

Una vez entras en el juego y te toca por fin, entregas tus papeles. Lo haces nervioso, no vaya ser que las trescientas revisiones del camino se hubieran saltado algo. Pero dentro de esa extraña seguridad que en el fondo tienes, porque eres un maniático del orden y el papel, la vida se voltea irónica para reírse un poco a tu costa. Resulta que entre la pulcritud y la disciplina a veces quedan huecos, huecos que te obligan a salir del infierno y regresar de nuevo con dos copias extra. Esa anomalía te rompe los esquemas, deshace tus planes y la poca paciencia que te quedaba. Tu semblante feliz del inicio va mutando en ira, en santos bajados del cielo y en maldiciones hasta por ti desconocidas.

Bueno, pasamos al siguiente turno. Entregas todo completo, esta vez sí, y esperas la aprobación del trámite. El sí de la burocracia, el sí de San Pedro en la puerta, una señal del destino, el milagro de P. Tinto. Esperas casi suplicando, por dentro que no por fuera, que todo fluya correcto y tantas horas de angustia merezcan un poco la pena. Más firmas, más permisos, cotejos, revisiones. Estás en un mostrador como solo en el desierto. Acompañado de la incertidumbre más insoportable y viendo al resto de inocentes con la misma expresión en la cara. Esa que se derrite entre las ojeras y el mal humor, que sucumbe al hastío y al hartazgo mayor.

Mafalda y la burocracia

De pronto, el funcionario se acerca con una sonrisa que no sabes cómo interpretar. Serán buenas noticias y una sonrisa honesta, serás tú su anécdota del día y una sonrisa malévola. Qué será, qué estrés. Pues bien, fue bien. Te sella todos los papeles, te dice que todo está en orden y te manda al tercer piso.

Un momento, qué es eso, qué parte del trámite incluye el tercer piso. Te enfrías un segundo porque no te gustan los imprevistos y maldices de nuevo por aquellos que estos tiempos se permiten el lujo de improvisar. Como si estuviera para ello la cosa. Como si no fuera suficiente. Escuchas entonces que el proceso, ese ante el que tienes que arrodillarte, está cambiando en una prueba piloto. Una prueba piloto. Y cual cobaya de ensayo subes resignado, porque solo puedes resignarte. Observas la cara del resto en el mismo camino y sientes cómo fueron perdiendo un poco de alma.

Como recluso de un penitenciario, caminas las escaleras despacio, sin aire, sin nada, hasta llegar a otra sala de espera. Otro lugar silencioso donde solo cuerpos inertes aguardan un pequeño rayo de luz. Nadie habla, nadie se mueve, todos miran al vacío preguntándose el sentido de la vida, viendo cómo pasa… la burocracia.

Van llamando de dos en dos, como un cuentagotas insoportable que te tortura, que te deshace y te desfigura. El silencio sigue ahí, aplastándote contra la silla, sofocándote con una letanía imposible mientras el tiempo no pasa. Y cuando por fin, por fin te llaman, te levantas con ayuda porque tu cuerpo ya no responde, parece que se le olvidó moverse por un instante, pero vuelve.

Atraviesas la última puerta, la que te lleva al último círculo. Y todas tus esperanzas vuelven juntas, pero no solas. Esperas una última vez, una que ya ni sientes, que ni padeces, en la que tu alma ya no está. Y con ese cuerpo triturado, con esa cara macilenta y descolorida, como recién llegado de la guerra, te toman una fotografía.

Una imagen que refleja el sufrimiento, el fantasma de los bajos fondos del papeleo. La desesperación, la impaciencia, el pesimismo, el zapatazo del sistema. Una foto que no tiene vida, pero que queda impresa en la tarjeta final, en el trámite terminado. Una prueba que aunque luzca terrible, muestra la supervivencia, la perduración, la resistencia y un trabajo completado.

Después de todo, abandonas ese lugar atroz y aborrecible. Caminando como puedes, sujetando tus pertenencias y arrastrando el aliento. Como volviendo de la guerra, pero con medalla honorífica. El triunfo de la victoria y la conquista de la burocracia.

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