Cuántas veces habremos oído que lo que estamos atravesando no son crisis financieras o económicas, o ponle tú el nombre que quieras, sino crisis de valores. En cuántos debates de sobremesa nos hemos agarrado de esa idea para darle explicación a la podredumbre social que nos rodea.

Una sociedad que no es capaz de enaltecer una causa de la que presume abanderada, sino que la retuerce y deteriora hasta el más absoluto disparate. Tenemos más que nunca acceso al conocimiento y a la sabiduría, y parece que nos importa menos que lo que vamos a ponernos para la foto de turno. Nos hemos vuelto débiles y bobos, insulsos y anodinos. Insignificantes. Aportamos tan poco, que la única huella que estamos dejando es la de la estupidez. Y lejos de ignorar estos preceptos, no hacemos más que reírnos de nosotros mismos. Nos escondemos bajo las faldas de la compasión y el autoengaño, intentamos convencernos de que lo mejor que puede hacer uno es reírse. El resto, que lo haga otro.

Nos damos golpes en el pecho alardeando de la moral y la verdad que ejercen nuestras palabras y no tenemos ni la más mínima idea de lo que estamos diciendo. Intentamos cambiar un mundo que ni siquiera conocemos, que ni sabemos de dónde viene ni qué lo compone. Presumimos hasta el hartazgo de derechos que no nos hemos ganado, porque no los estamos correspondiendo. Queremos que se nos dé sin dar nada a cambio. Que se nos apremie por estar, del ser nos olvidamos. Hemos estudiado sin haber aprendido. Hemos crecido sin haber evolucionado.

Somos nuestro propio deterioro, el reflejo más imperfecto de nuestra imagen principal. Conjugamos discursos que ni comprendemos hacia un lado, mientras movemos los hilos putrefactos por la contradicción hacia el otro. Carecemos tanto de la inteligencia para entender lo que nos pasa, que seguimos empecinados en una gloria que no nos corresponde.

Somos como un borrego que tiene hambre y se junta con los que tienen sueño para irse a dormir. Pensamos tan poco por nosotros mismos que no hacemos más que traicionarnos. Y si pudiéramos volver al pasado, a un punto de partida de este tablero que llamamos vida, nuestra propia conciencia nos acusaría con el dedo de la vergüenza.

Tenemos tan poco que enseñar a nuestros hijos que más nos vale empezar a aprender algo. Utilizamos el raciocinio para limpiarnos la boca después de comer como salvajes. Desechamos toda lógica para movernos por motivos más bajos que el propio instinto. Y aún así, nos creemos dioses.

Somos tan idiotas como lo fuimos siempre. Y no escupo estas verdades con más fin que el mismo desahogo pesimista. Al fin y al cabo, todo se trata de un juego y cuanto antes aprendamos a jugarlo, mejor parados saldremos. Nos ha tocado ser hormigas de una colonia ambulante que gira en círculos creyendo que avanza. Solo unos pocos que se dan cuenta de las curvas, acaban por separarse y por hacer su propio camino.

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