El subconsciente. Esa parte de nosotros, o más bien, esa versión de nosotros mismos con la que no tenemos comunicación ni entendimiento. Cómo sería el mundo si pudiéramos activar un botón que apagase la parte despierta de nuestra mente y encendiese la dormida. Si pudiéramos hacer un intercambio entre consciente y subconsciente, ¿cómo percibiríamos nuestro entorno? Quizá solo veríamos situaciones surrealistas, un sueño de universos paralelos basados en alguna pincelada de lo que un día percibimos como realidad. Con distorsiones más o menos extraordinarias según una creatividad aleatoria. Una locura, identificándola así porque consideramos reales solo algunas sensaciones y porque tenemos a Dalí como referencia.

Bueno, hoy vengo a contar un sueño que tuve hace muchos años. Tantos que ni siquiera sé cuántos son. Pocas veces recuerdo lo que sueño cuando me despierto por la mañana. Algunas veces me pasa eso de despertar en el clímax de una excelente historia y sentirme desazonada por haber salido de ella. Nunca logro después volver a inmiscuirme porque todavía no domino eso que llaman «sueños lúcidos». Aunque lo he intentado, debo decir, es todo un mundo de posibilidades.

Aquel sueño es todavía hoy el mejor recuerdo que tengo de mi subconsciente. Es abrumadoramente nítido e inmutable. No hay nada que me haga cambiar el más mínimo detalle de él y lo puedo describir tal y como un día lo hizo mi mente. Así es cómo lo voy a contar.

Estaba yo sola en un paisaje majestuoso de la naturaleza, rebosante de vegetación, una oda de la fauna y la flora. Justo bajo mis pies y en muchos metros a la redonda, solo había hierba y tierra. Más allá, un arsenal inmenso e infinito de árboles gigantes y frondosos que eran tan verdes como si la primavera fuera su única estación natural. Como si aquel espacio fuera más vida que espacio.

Sierra del Caurel en Galicia
Devesa de Rogueira, Folgoso do Courel en Lugo, Galicia. Uno de los paisajes de la Sierra del Caurel.

A poca distancia, en el suelo, había una especie de plataforma de piedra de poca altura. Un monolito para los arqueólogos. Para mí, el detonante de la que fue la mejor experiencia onírica de todos mis tiempos.

Me dirigí entonces a aquella plataforma y me coloqué encima, en el centro. En ella había un grabado, como una litografía oscura que dibujaba un símbolo muy conocido para mí: un trisquel. Yo llevaba conmigo un anillo con exactamente el mismo símbolo y esa es la conexión en la que se basa este sueño. Una especie de lazo celta entre aquel lugar y mi yo del subconsciente.

El trisquel es propio del arte y las culturas célticas de la Edad de Hierro. Se compone por tres líneas que forman una espiral hacia su izquierda y se unen en el centro geométricamente. Su etimología es el griego y significa «tres piernas». De hecho, el trisquel gira en torno al tres.

En aquellas épocas celtas el uso de este signo era solo permitido para los druidas y tenía para ellos un significado mágico y sagrado. Representa la conexión entre el pasado, el presente y el futuro, la evolución entre los tiempos y el aprendizaje desarrollado en ellos. Es el equilibrio entre el cuerpo, la mente y el alma. Es el principio y el fin. El ciclo de la vida, entendida como el crecimiento personal perpetuo y eterno, hasta la trascendencia.

Regreso al sueño. Me encontraba de pie sobre aquella piedra desconocida y, aunque nunca antes la había visto, sabía lo que quería decir la coincidencia entre ella y el anillo. Entonces, me lo puse en un dedo y sucedió la magia.

Pegaso corriendo en un atardecer

En aquel instante y sin que hubiera pasado ni una milésima de segundo, me transformé en una criatura mitológica. De hecho, en una suerte de mezcla entre dos de ellas: un centauro y un pegaso.

Mi cuerpo se había fundido con el de un caballo augusto, fuerte y fornido, y había desatado ese instinto natural que llevamos todos dentro, nuestro lado montaraz y poco civilizado. De mi cintura para arriba, era yo. Todo lo demás, un cúmulo de belleza recia y magnífica que pocas veces he visto. Y ninguna vez más he soñado.

A los lados del lomo, tenía dos alas enormes y poderosas de pluma ligera. Se desplegaban casi con condescendencia, alardeando de si mismas como si tuvieran cierta divinidad. En conjunto, aquel momento de subconsciente lo recuerdo como algo tremendamente satisfactorio y único. Todo lo que podría decir sonaría exagerado, pero me da igual. Nadie entiende casi nunca los sueños propios, mucho menos los ajenos. No existe capacidad de interpretarlos ni tampoco de describirlos porque esa es su naturaleza.

Lo siguiente que pasó allí fue historia. Hice lo que haría cualquiera en mi lugar, supongo. Al menos cualquier criatura salvaje inundada en una sensación de euforia como la mía. Eché a correr. Corrí con toda la velocidad que aquellas piernas de caballo me daban. Usé esa potencia sin mesura, ese ímpetu fragoroso y corrí por aquellos paisajes verdes todo lo que podía hacerlo.

Después de varios instantes de velocidad absoluta y libre, de carreras contra mí misma y retos a mi propia voluntad, el impulso me llevó al aire y volé. Extendí mis alas y subí a las nubes, observando todo desde arriba y planeando sobre infinitas emociones de absoluto frenesí.

Nunca había sentido semejante libertad. Nunca tanta. Ese fue el último momento del sueño y todo fue perfecto.

Si intentase darle algún tipo de significado a todo esto, que ni razones hay, podría relacionar el centauro con que soy sagitario; y el trisquel y el paisaje maravilloso, con que soy gallega. De alguna manera, este sueño podría ser cierto tipo de aseveración de identidad con mis orígenes o con lo que hubo antes en los sitios a los que pertenezco.

Ni siquiera sé cuántos años tenía y ni siquiera importa. Solo sé que este recuerdo me acompañará siempre como el mejor sueño de mi vida.

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