El otro día vi por primera vez El último samurái. Una historia de honor a finales del siglo XIX que combina política, guerra, choque cultural y lo más importante, la dicotomía del tiempo. Pocas películas cuentan con tan buen recurso y muchas menos hacen reflexionar más allá de los argumentos y de la trama. Esta vez me quedé pensando en algo muy tangible actualmente, tan a la orden del día que no deja de crear debates y conversaciones acaloradas. El conflicto entre el progreso y las tradiciones, entre la evolución y las costumbres. Y el inestable punto de equilibrio entre unas cosas y las otras.

En la cinta, un Japón progresista luchaba por dejar atrás su propia historia samurái, ancestral y tradicional. En aras de acercarse a occidente, a la industria, a la bonanza económica y global. Entre tanto, un veterano de guerra norteamericano (Tom Cruise), contratado para entrenar a este nuevo ejército de cañones y mosquetes, queda prisionero por el bando enemigo. El de las espadas, el antiguo y costumbrista. Durante los meses de invierno convive y comprende la cultura rural nipona. Estudia sus hábitos, sus rutinas y se adentra mental y espiritualmente en el distinguido camino del guerrero.

Habiendo elegido su bando, lucha con los samuráis en una batalla terriblemente desequilibrada. Tanto, que recuerda a los 300 de Leónidas en el paso de las Termópilas, a quienes también menciona. Finalmente y entre la pólvora del enemigo, entre la sangre y las espadas, pierden la guerra y la vida. Pero ganan el honor.

Es en ese momento cuando el otro regimiento, el que viste uniforme de botones en vez de armadura samurái, observa las contradicciones del tiempo. El retroceso que a veces implica el progreso. El asesinato del pasado a manos del futuro. La decepción de la honra, el orgullo y la nobleza, vendidos a bajo precio por unas pocas mejoras. Se arrodillan entonces, en símbolo de respeto, por los que sí supieron priorizar sus principios. Por los que murieron por ellos mismos y no por alguien más. Por el pasado destruyéndose entre sus propias manos.

¿Y qué lectura cabe en esta historia? Lo difícil que es construir un futuro sin desvalijar la construcción del pasado. Lo complejo de progresar sin renunciar a lo que merece la pena. Motivar el cambio, tan necesario e imprescindible, manteniendo lo que ha de ser mantenido. El equilibrio imposible entre ayer y mañana, aprendiendo y aplicando aprendizajes sin destruir las otras huellas. Abriendo camino a las novedades y dejando hueco a los recuerdos. Qué difícil relación. Qué balance tan inexacto.

Y entre esas aguas nos movemos. Entre hábitos y costumbres convertidos en tradiciones obsoletas que no ameritan la memoria. Y otras, en cambio, que urgentemente necesitamos de vuelta. Entre vanguardias y progreso plástico que nos separan de nuestra raíz, envolviéndonos en la nada. Y otras, en cambio, que nos abren la perspectiva del tiempo, del espacio y del momento. ¿Cuáles son cuáles? He ahí las dicotomías y las contradicciones del tiempo.

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